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Políticas de obra pública

Por Fernanda Victoria Ramírez-Becerra

Para hacer una obra en el espacio público es importante estudiar el lugar donde estará situada la pieza: es uno de los primeros puntos a tener en cuenta al momento de articularla. Sin embargo, en nombre de la investigación artística, hoy quisiera ir más allá del lugar físico de emplazamiento de una obra de arte público para considerar el acto performático que implica ejecutar esa operación artística, y las relaciones de poder que se inscriben en dicha operación.

Traigo esto a colación porque fui invitada a trabajar en alianza con la agrupación Metro 21, desde el área de mediación, para su ciclo expositivo “Historia del arte”. Mediante el trabajo de distintos artistas, el proyecto busca dar cuenta de los procesos que enfrenta el arte urbano al encontrarse atravesado directamente por contextos sociales y geográficos. Esta muestra ingresa al campo con la premisa de que el arte urbano tiene mayor conexión con su contexto social que el arte expuesto en el escenario institucional, siendo capaz de abordar el sentir de una comunidad sin que sea relevante el que la pieza sea apta para una galería de arte contemporáneo.

¿Será realmente así? Existen historias que desafían esas narrativas, como cuando el departamento de Obras de Arte de la Dirección de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas (MOP) y la Comisión Nemesio Antúnez financiaron un monumento para conmemorar la historia de las salitreras en la región de Tarapacá – un proyecto de 400 millones de pesos a cargo del artista Carlos Costa (1979). Así fue que se construyó Homenaje a la historia del salitre (2017) una pieza escultórica gigantesca erigida en medio del desierto. Como obra, podría decirse que es correcta, conceptualmente apropiada y de factura espectacular (de hecho, podría perfectamente estar presente en algún simposio de escultura contemporánea). No obstante, los habitantes de la localidad repudiaron con tanta fuerza una obra que aseguraron que no entendían ni los representaba que sólo unos pocos meses después de su inauguración fue quemado por los residentes. Es un recordatorio del gran poder político que posee el arte público: por un lado, es capaz de activar agentes que normalmente no afectarían una pieza ubicada un cubo blanco; por otro, es capaz de “hacer caer” un statement sobre una comunidad. En el caso de la escultura de Carlos Costa, la historia de las salitreras estaría siendo contada simbólicamente por alguien fuera de la comunidad sin considerar los testimonios o deseos de esta, pero hay otros ejemplos, como el caso de la obra Tilted Arc (1983) de Richard Serra, que fue emplazada en una concurrida plaza de Low Manhattan y causó gran molestia a los trabajadores y residentes del sector, llegando a tomar acciones legales durante 8 años para que la escultura de dimensiones colosales fuere retirada y la plaza devuelta a los ciudadanos.

Homenaje a la historia del salitre (2017) de Carlos Costa / Tilted Art (1983) de Richard Serra

Lo anterior sirve para ilustrar porque la muestra “Historia del arte” de Metro 21, que tendrá lugar en los próximos meses a modo de residencia artística en un galpón del barrio Franklin, puede provocar tanto una gran expectación sobre la manera en que se irá desenvolviendo y las cosas que ocurrirán durante el ciclo expositivo, como un dejo de sospecha al considerar el escenario completo. Este barrio histórico – otrora barrio Matadero Franklin – tiene una larga herencia de transformaciones. A principios del 1900 era considerado un foco de delincuencia y enfermedades, lo que se explica por las precarias condiciones en las que vivía la población del sector. Durante los años noventa se convirtió en un inmenso barrio comercial, pero no fue hasta la década del 2010 que comenzó a albergar un pequeño pero potente órgano artístico-cultural. Me atrevería a afirmar que hoy estas tres etapas conviven de forma simultánea y simbiótica en el barrio, y entiendo que es un sitio extremadamente estimulante en cuánto a su estética.

En ese contexto, la decisión de tomar un lugar como el barrio Franklin, con su historia y cultura, e insertar allí un circuito artístico predeterminado, no deja de llamarme profundamente la atención. Como menciona Michael de Certau, toda estrategia se diseña cuidadosamente y se hecha a andar desde un lugar de enunciación que puede ser una organización o una institución conformada por individuos de poder y voluntad (usualmente foráneos a dónde se aplica dicha estrategia) y desde esa posición deciden sin más el cómo, el qué y el porqué de lo que se dice y hace.  Tomando en cuenta que en este barrio han ocurrido otras intervenciones artísticas, y que sus galpones alojan desde hace unos años galerías de arte contemporáneo como Factoría Santa Rosa y gremios de artistas como La picá del grabado, ¿cómo se integra esta intervención que se abrirá para recibir a nuevos artistas, y de qué manera afecta a un barrio que posee una escena artística propia? ¿qué relaciones quedan expuestas durante un acontecimiento así?

El espacio público, además de entenderse como una configuración de infraestructuras materiales, puede definirse según las normas, los gestos y las instituciones que una comunidad articula en un acto performático cotidiano. Por lo tanto, en ese espacio siempre vamos a encontrar líneas de tensión y diálogo, de manera que si algún órgano externo cae dentro de esta dinámica, se verá afectado inevitablemente. Así, la noción de que el arte en el espacio público no es mediado, que no tiene otro objetivo más que la contemplación estética y debe ser recibido con bombos y platillos por una comunidad por el mero hecho de ser “un acto/objeto cultural” sin importar su origen, es de una fatuidad tremenda. Los artistas -y por supuesto, el equipo de mediación- deberían reflexionar sobre qué se viene a aportar a la escena de este lugar. ¿Desde dónde se opera?

De allí que mire este tipo de proyectos expositivos o de mediación con (sana) suspicacia, pues no siempre han considerado que abrir un espacio público para el arte no equivale necesariamente a hacerlo por el bien público. Las ideas de Jürgen Habermas sobre la esfera pública pueden ser un gran aporte en ese sentido, pues nos recuerdan que el arte que entra en el barrio Franklin tiene el potencial de crear un espacio que nutra la discusión artística. En ese sentido, el trabajo de mediación cobra suma importancia para lograr que estas acciones vayan más allá de un mero gesto de traslación del cubo blanco hacia otro lugar. Si consideramos el arte en el espacio público no tanto como una pieza artística o acción de arte que se emplaza en un espacio físico dirigido a un espectador conocedor de la teoría artística, sino más bien como un instrumento para el desarrollo de un espectador y de una escena artística, éste puede convertirse en un facilitador de discusiones políticas vitales respecto al uso de un espacio .

En esas breves líneas no pretendo resolver estas preguntas. Más bien me interesa dejarlas planteadas, especialmente considerando que el arte público no es meramente llamativo porque desee apuntar a un tipo de arte que sea de igual acceso a todo el mundo, sino porque la discusión desde y sobre el arte público es desde ya un espacio político. Olvidar esto último implicar correr el riesgo de tratar a lo político como un concepto que se define a sí mismo y, por consecuencia, caer en la idea de que existen ciertos tipos de obras, problemáticas, materialidades o agrupaciones que se desvían de la discusión política.

Quién elige qué obra será situada en un lugar ―sea un monumento financiado por el gobierno, un graffiti ignorant, un mural o una intervención sonora― es ejercer un acto de poder. Por eso, necesitamos cuestionar tanto el lugar de enunciación de quién emplaza la obra, como la pieza misma que estará en ese espacio, porque resulta inevitable que si hablamos de arte público o urbano aludamos a terminologías asociadas a lo democrático, o a lograr una equidad que a ratos roza la utopía. Nobles intenciones que afirman irreflexivamente que el arte urbano o público “no es elitista”, “es accesible para la comunidad”, o “toma en cuenta los deseos de las personas”.

Frente a la imposición de una obra exógena los habitantes de la pampa en la región de Tarapacá respondieron con un acto creativo tajante. La quema del Homenaje a la historia del salitre es un gesto que materializa la intención de reclamar el poder de los habitantes pampinos de contar la historia propia. Habitantes a los que nunca se les preguntó si querían arte en su espacio, ni se los hizo partícipe de esta decisión. Pero claro: “a la gente no le importa el arte, no lo sabe valorar”.

¿Será realmente así?

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